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¿A qué jugabas cuando eras niño?



El mundo de los adultos es irónico.

Invertimos en un edificio porque los

resultados se verán en cuanto termine

de construirse, pero nos cuesta invertir

en los niños porque los resultados se

verán en quince años…


Tal parece que los niños se han vuelto invisibles, que aprenden mejor con una tableta, una tutora de matemáticas, ciencias y español. Parece que los adultos nos hemos olvidado que fuimos niños y que buscábamos cualquier segundo de tiempo disponible para inventar un juego, para crear una historia de superhéroes, de reyes valientes o princesas rosadas y poderosas. Se nos olvida que buscábamos rincones para conversar con nuestro amigo imaginario y contarle nuestros más íntimos secretos. Hemos olvidado que nos escapábamos de la mano de mamá o papá para descubrir la forma del fierro viejo abandonado en la calle, explorar el árbol de la casa de la vecina regañona y convertirlo en nuestro espacio secreto, jalarle la cola al gato negro de la tía Rosita que se erizaba y mostraba sus filosos dientes al tiempo que salíamos corriendo para refugiarnos detrás de las piernas de mamá o papá. Se nos olvida que jugando aprendimos aprendiendo…


“El juego es una forma de vida, es aquello que te permite crecer dentro de la propia naturaleza y la dignidad del ser humano. Sería imposible evolucionar si no fuese a través del juego”, dice la educadora Mar Romera. El juego es el campo de práctica en el que los niños aprenden a ser adultos, a gestionar sus emociones, a negociar con los otros niños y tomar turnos. Es a través del juego que los chicos y chicas practican su individualidad y se involucran en el ejercicio inventado de la sociedad. Jugando somos libres de tener superpoderes, de practicar lo que queremos hacer “cuando seamos grandes” sin que un adulto nos reprima diciendo que en ese trabajo se gana poco dinero. En el juego podemos perdernos en el tiempo y tele-transportarnos a cualquier planeta o mundo imaginario; vivimos en el aquí y en el ahora, no tenemos que ir al psicólogo o al psiquiatra para que nos recuerden la conjugación de verbos de nuestras vivencias en pasado, presente y futuro.


Mientras me mordía las uñas llena de ansiedad antes de abrir el correo electrónico que contenía “la respuesta” que tanto esperaba, me pregunté: “¿cómo hubiera vivido este momento la niña Lola cuando jugaba a ser la maestra con sus hermanas y los niños del edificio? Fue en ese momento que tomé unos minutos de mi ocupada rutina para cerrar los ojos y revivir todos los juegos que inventaba Lola cuando era niña y reírme al recordar cómo mandaba a todos los niños a sentarse y poner atención mientras yo daba la lección.


Recordé que cuando mis hermanas, primos o amigos querían jugar a “la casita”, yo les decía que “sí” pero que todos tenían que ir a la escuelita y que yo era la maestra. Si ellos no querían jugar a la escuela y la casita -al mismo tiempo- entonces yo les daba clases en MI escuela a mis muñecas y peluches y al terminar mi día de trabajo como maestra, me incorporaba al juego de la casita en donde uno de mis amigos jugaba a ser el perro. Se hacía llamar Fido, caminaba en cuatro patas, ladraba, levantaba la pata para hacer pipí en un mueble y comía el cereal que le colocábamos en un plato en el piso.


No puedo imaginar mi vida sin haber jugado, no sé qué hubiera sido de mi desarrollo mental y emocional si no hubiera inventado el juego de la reina, el rey, los guerreros del reino enemigo y los del mi reino que se enfrentaban en batallas épicas mientras yo lavaba los platos y los cubiertos… Las cucharas pequeñas representaban a mi hija la princesa, las cucharas soperas me representaban a mí (la reina), los tenedores eran los enemigos, los cuchillos eran la representación del rey y el resto de los utensilios de cocina eran mis valientes guerreros que luchaban con los tenedores puntiagudos para no permitir que nos conquistaran.


Así transcurrió mi infancia, mientras limpiaba y limpiaba la obsesión de mi madre que se empeñaba en que la casa brillara como un espejo, que las niñas buenas son limpias, organizadas y “acomedidas” (su palabra favorita). El juego simbólico (el de la imaginación) me salvó de batallas campales con mi madre para intentar zafarme de las labores domésticas.

Permitamos no solamente que los niños jueguen, tirémonos al piso con ellos a cantar, silbar, gritar y llorar; inventemos historias fantásticas e increíbles y ayudemos a construir en su imaginación el planeta que tanto soñamos. Brindemos una vez más a nuestros chicos y chicas la posibilidad de coleccionar insectos, recoger hojas de los árboles, construir una casa con las sillas del comedor, correr, trepar, colgarse de un tubo, caerse, rasparse, llorar, sanar y después seguir soñando despiertos.


El juego es alimento para el alma si te queda alguna duda, dime qué experimentaste mientras te conté la historia de mis juegos de la imaginación…

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